Tenía seis años. Estaba sentada en el suelo de mi habitación, con la espalda apoyada en la puerta, como si así pudiera evitar que mis fantasmas entraran en mi refugio. Me rodeé las piernas con los brazos y coloqué la barbilla en las rodillas. Las lágrimas caían por mis mejillas y los ojos me dolían de tanto llorar. De nuevo, mis padres discutían y los gritos llegaban a mis oídos cansados a través de los soplos de aire frío. De repente oí un grito y un estruendo, y algo muerto que caía pesadamente sobre el suelo. Acto seguido, la puerta de la calle se abrió y se cerró con un portazo.
Me daba miedo bajar. Hasta el solo hecho de abrir la puerta hacía que un escalofrío de terror subiera como un dedo helado por mi espalda.
En momentos así, él siempre acudía para consolarme. Mi JJ. Mi pequeño JJ. Capaz de consolarme con tan sólo posar sus suaves ojos color océano en los míos.Una dulce respiración en mi oído me hizo alzar el rostro, acartonado por las lágrimas. Era él. Siempre sabía cuándo acudir. Con su dedo índice secó una lágrima que caía por mi mejilla y sonrió con cariño.
-Te he echado de menos- susurré con voz aún temblorosa.
-Y yo a ti- dijo cogiéndome la mano.
-¿Dónde has estado?- pregunté curiosa.
-Te lo diré, pero es un secreto,¿eh?- alzó el dedo índice y lo colocó en sus labios. Yo asentí animada, me encantaba ser cómplice de su secreto. Adoraba que confiara en mí- ¿Conoces el país de las maravillas?
-Claro que sí- respondí sonriendo.
-Pues allí he estado- contestó con misterio- en casa del Sombrerero Loco, con la Liebre de Marzo.
-No puede ser- dije sin creerlo- Me estás mintiendo, JJ.
-No es cierto- dijo serenamente- Es verdad. Yo nunca te mentiría, Cassie.
Cassie. Sólo él me llamaba así. Los demás, los mayores, todos me llamaban por mi nombre completo Cassidy. Lo prefería así. Como si el que me llamara de esa forma amistosa significase que él era mi amigo y tenía derecho a hacerlo.
La tarde pasó rápida, para mi desgracia, y JJ dijo que se tenía que marchar, aunque prometió volver mañana. Le tomé la palabra en mi mente, deseando ya que fuese mañana. Me dio un beso en la mejilla y corrió hasta la ventana abierta, diciéndome adiós con la mano antes de saltar por ella.
Ya no me parecía raro. JJ era una especie de Superman o algo así. Y lo peor era que sólo yo podía verlo.
Black Paradise
miércoles, 29 de diciembre de 2010
JJ siempre acude.
martes, 28 de diciembre de 2010
La lluvia nos trajo una conversación.
Avancé con cautela por las resbaladizas losas. Se me había olvidado guardar el paraguas plegable en el bolso y me tenía que conformar con intentar llegar lo antes posible a la sombra salvadora de los balcones y toldos de las pequeñas y acogedoras tiendecitas que llegaban hasta el final de la calle. Las gotas de lluvia corrían por mi pelo, cayéndome en la nariz y en las botas. Estaba empapada y deseosa de llegar a casa. La lluvia había comenzado a caer con mayor fuerza y me paré bajo el toldo del centro de adopción que habían abierto nuevo delante de mi casa. Miré el escaparate. Para mi sorpresa, tras el cristal de unas celdas de transparentes, varios perritos jugueteaban con el papel de periódico a tiras. Pensé que era un centro para niños, no de animales, pero como me encantan los perros, me agaché y apoyé la mano en el cristal.
Un movimiento a mi espalda me obligó a volverme, mientras me levantaba con cuidado. Era él. Me miró con sus ojos grises, con una mezcla de tristeza y otro sentimiento que no pude adivinar. Estaba más mojado que yo y las gotas resbalaban por su pelo azabache, que caía sobre su rostro. Nunca me había dado cuenta, pero ahora podía observar que una cicatriz pálida cruzaba su mejilla derecha.
-Hola, Jenna- saludó con voz ronca. Me sorprendió que se acordase de mi nombre.
-Eh...hola- musité. No hubo segundo que no deseara saber su nombre.
-¿Te gustan los perros?
-Mucho- respondí más tranquila. Dirigió una mirada de nostalgia a los perritos.
-Yo también- lo noté demasiado triste. Quise decirle que todo saldría bien, aunque no sabía lo que le pasaba, a parte de vivir en la calle.
-¿Estás bien?- pregunté sin poder remediarlo.
-Ayer perdí a mi mejor amigo.
-Lo siento.
-Ahora si que no me queda nada.
-Me tienes a mí- eres tonta, Jenna, me dije enfadada. ¿Qué estaba diciendo? Qué estupidez, por Dios. Aunque sentía de verdad que así era. Yo pretendía ayudarlo. Pero algo en él me lo impedía.
-Gracias- susurró mirándome fijamente. Se mordió el labio inferior y lo soltó con delicadeza. Eran el tipo de labios que uno envidia y desea besar a la vez- Averiguaré mi nombre, si eso te hace feliz.
-No hace falta- titubeé sorpresa. Creo me estaba empezando a poner roja como un tomate cherry.
-Si quieres puedes ponérmelo tú. A fin de cuentas supongo que crees que necesito un nombre.
Alcé una ceja y abrí mucho los ojos. Luego mi cara volvió a ser la misma de una boba que no sabe que decir y lo medité. Necesitaba saber su nombre y él había puesto en mis manos la labor de ponerle uno.
-¿Lucas?- pregunté. Se encogió de hombros.
-Me parece bien- Sonrió levemente un segundo.
La lluvia había aminorado y la calle Felt yacía brillante y limpia. Él se volvió.
-Me voy, supongo que querrás llegar a casa- Acto seguido se marchó hacia lo que él y yo considerábamos su parte de la calle. Hacía tiempo que no lo veía subir hasta dónde moría la acera y se extendía la gran mansión.
La lluvia nos había traído una conversación. Había averiguado que le gustan los perros y que ahora se llamaba Lucas, aunque no fuera su verdadero nombre. Cuando la lluvia cesó, él se marchó con ella.
Un movimiento a mi espalda me obligó a volverme, mientras me levantaba con cuidado. Era él. Me miró con sus ojos grises, con una mezcla de tristeza y otro sentimiento que no pude adivinar. Estaba más mojado que yo y las gotas resbalaban por su pelo azabache, que caía sobre su rostro. Nunca me había dado cuenta, pero ahora podía observar que una cicatriz pálida cruzaba su mejilla derecha.
-Hola, Jenna- saludó con voz ronca. Me sorprendió que se acordase de mi nombre.
-Eh...hola- musité. No hubo segundo que no deseara saber su nombre.
-¿Te gustan los perros?
-Mucho- respondí más tranquila. Dirigió una mirada de nostalgia a los perritos.
-Yo también- lo noté demasiado triste. Quise decirle que todo saldría bien, aunque no sabía lo que le pasaba, a parte de vivir en la calle.
-¿Estás bien?- pregunté sin poder remediarlo.
-Ayer perdí a mi mejor amigo.
-Lo siento.
-Ahora si que no me queda nada.
-Me tienes a mí- eres tonta, Jenna, me dije enfadada. ¿Qué estaba diciendo? Qué estupidez, por Dios. Aunque sentía de verdad que así era. Yo pretendía ayudarlo. Pero algo en él me lo impedía.
-Gracias- susurró mirándome fijamente. Se mordió el labio inferior y lo soltó con delicadeza. Eran el tipo de labios que uno envidia y desea besar a la vez- Averiguaré mi nombre, si eso te hace feliz.
-No hace falta- titubeé sorpresa. Creo me estaba empezando a poner roja como un tomate cherry.
-Si quieres puedes ponérmelo tú. A fin de cuentas supongo que crees que necesito un nombre.
Alcé una ceja y abrí mucho los ojos. Luego mi cara volvió a ser la misma de una boba que no sabe que decir y lo medité. Necesitaba saber su nombre y él había puesto en mis manos la labor de ponerle uno.
-¿Lucas?- pregunté. Se encogió de hombros.
-Me parece bien- Sonrió levemente un segundo.
La lluvia había aminorado y la calle Felt yacía brillante y limpia. Él se volvió.
-Me voy, supongo que querrás llegar a casa- Acto seguido se marchó hacia lo que él y yo considerábamos su parte de la calle. Hacía tiempo que no lo veía subir hasta dónde moría la acera y se extendía la gran mansión.
La lluvia nos había traído una conversación. Había averiguado que le gustan los perros y que ahora se llamaba Lucas, aunque no fuera su verdadero nombre. Cuando la lluvia cesó, él se marchó con ella.
lunes, 27 de diciembre de 2010
Un alma perdida que creció conmigo.
Siete años atrás.
Estaba sentado en la fría acera de la calle de la que aún no conocía el nombre. Apoyaba la espalda en la pared de ladrillo rojizo de un bloque de edificios que parecía algo envejecido. Hacía rato que había parado de llorar, pero aún sentía las mejillas acartonadas de lágrimas secas. Tan sólo habían pasado tres días desde que abandoné mi casa y aún no podía resistir el impulso de pensar en volver. Gracias a Dios que no lo hice.
No podía evitar sentirme un poco solo, pero lo soportaba hablándo conmigo mismo, hasta casi esforzarme en creer que me había dividido en dos.
Un día, a finales de diciembre, mientras charlaba con mi alter ego de algo banal, una presencia oscura y jadeante se acercó a mí, vacilante. Me dejé con la palabra en la boca y lo miré bien. Tan sólo era un perro, negro como el carbón y de ojos penetrantes.
En cierto modo, me recordó a mí mismo. Perdido, alicaído, de mirada triste y sin una casa a la que volver o un amigo al que contarle tus penas y tus secretos. Me regaló una mirada de complicidad, como si me entendiera y comprendiese mi situación. Lo invité a mi lado y le acaricié. Estaba despeinado, con algunas hojas prendidas de su pelaje azabache, despeinado y sucio. Pero yo no debía de presentar un aspecto mejor.
Era siempre así. Él llegaba y se tumbaba a mi lado. Yo le contaba mi vida y lo que me había ocurrido ese día, que nunca era nada excepcional. Otras veces, le contaba algunos cuentos que recordaba, mientras él apoyaba su cabezita en mi muslo y erguía sus orejas de lobo. Luego, se iba, para regresar a la mañana siguiente.
Actualmente.
Aunque hasta ahora no me había fijado, él ha crecido mucho, como yo. Mutuamente nos hemos cuidado y visto crecer. No le he puesto nombre, pero no le hace falta. Yo tampoco tengo, pero aún así no veo la utilidad de un nombre.
Era un día soleado y yo esperaba que mi compañero regresase de su perdido hogar. Pero nunca regresó. Por más que diera vueltas por la manzana, buscándolo, no lo encontré. Y una vez más me senté en mi calle, apoyado contra el edificio inmenso y rojizo y una vez más acompañado de mi alter ego, como antaño.
Estaba sentado en la fría acera de la calle de la que aún no conocía el nombre. Apoyaba la espalda en la pared de ladrillo rojizo de un bloque de edificios que parecía algo envejecido. Hacía rato que había parado de llorar, pero aún sentía las mejillas acartonadas de lágrimas secas. Tan sólo habían pasado tres días desde que abandoné mi casa y aún no podía resistir el impulso de pensar en volver. Gracias a Dios que no lo hice.
No podía evitar sentirme un poco solo, pero lo soportaba hablándo conmigo mismo, hasta casi esforzarme en creer que me había dividido en dos.
Un día, a finales de diciembre, mientras charlaba con mi alter ego de algo banal, una presencia oscura y jadeante se acercó a mí, vacilante. Me dejé con la palabra en la boca y lo miré bien. Tan sólo era un perro, negro como el carbón y de ojos penetrantes.
En cierto modo, me recordó a mí mismo. Perdido, alicaído, de mirada triste y sin una casa a la que volver o un amigo al que contarle tus penas y tus secretos. Me regaló una mirada de complicidad, como si me entendiera y comprendiese mi situación. Lo invité a mi lado y le acaricié. Estaba despeinado, con algunas hojas prendidas de su pelaje azabache, despeinado y sucio. Pero yo no debía de presentar un aspecto mejor.
Era siempre así. Él llegaba y se tumbaba a mi lado. Yo le contaba mi vida y lo que me había ocurrido ese día, que nunca era nada excepcional. Otras veces, le contaba algunos cuentos que recordaba, mientras él apoyaba su cabezita en mi muslo y erguía sus orejas de lobo. Luego, se iba, para regresar a la mañana siguiente.
Actualmente.
Aunque hasta ahora no me había fijado, él ha crecido mucho, como yo. Mutuamente nos hemos cuidado y visto crecer. No le he puesto nombre, pero no le hace falta. Yo tampoco tengo, pero aún así no veo la utilidad de un nombre.
Era un día soleado y yo esperaba que mi compañero regresase de su perdido hogar. Pero nunca regresó. Por más que diera vueltas por la manzana, buscándolo, no lo encontré. Y una vez más me senté en mi calle, apoyado contra el edificio inmenso y rojizo y una vez más acompañado de mi alter ego, como antaño.
domingo, 26 de diciembre de 2010
El chico de la calle Felt.
Simplemente se quedaba ahí parado, delante de aquella casa en ruinas que en su momento debió de ser preciosa. Tenía expresión lujosa y rica, alegre y vivaracha. Sin emabrgo, él parecía estar esperando algún desastre natural cada día. Al menos hace unos meses. Acabo de llegar de un viaje a Nueva York y estoy feliz de volver a casa tras tantos meses fuera. La calle ha cambiado. La tienda de ropa que había frente a mi casa se ha convertido en un pequeño centro de adopción, e incluso tengo nuevo vecino. Pero él sigue allí, frente a la mansión, asomado a la ventana con nostalgia, como si nunca se hubiera movido. Tal vez no tenga ningún sitio a dónde ir. Parece de mi edad. Tan joven y luchando por vivir, y encima sin nadie que le tienda una mano. Tiene el pelo negro y los ojos grises, como las nubes que encapotan el cielo invernal. Es muy delgado y las costillas se transparentan bajo su camiseta oscurada de manga larga, que parece bastante fina. Si digo la verdad, lo he echado de menos. Cuando lo miro desde mi ventana me siento...serena. Casi como si presintiera que todo irá bien a pesar de los obstáculos y las necesidades. Sin embargo, parece que él no sufre, pero yo sé que sí. Que se siente solo. ¿Y si me acerco a él? Ni siquiera sé su nombre y hace tiempo que vino aquí. Lo recuerdo. Era Navidad, como hoy. Yo tenía diez años y jugaba con mis primos con un balón de baloncesto. Empezó a nevar y con inocencia salimos al porche, a ver caer los copos e intentar atraparlos con nuestras manitas enguantadas. Y entonces lo vi. Avanzaba por la calle con paso apesadumbrado, con lágrimas rodando por las mejillas, sonrosadas a causa del frío. Con el pelo húmedo y tapándole los ojos, rojos e hinchados de tanto llorar. Se sentó frente a mi puerta, se secó el rostro y lo escondió tras sus manos. Volvió la vista hacia el final de la calle, hacia la mansión, dónde las ventanas brillaban de luz.
Y ahora me sentía igual. Evitando disfrutar de la Navidad ante su tristeza, con ganas de acercarme y abrazarle.
Salí de mi casa y con paso vacilante me acerqué. Vamos, Jenna. Aún estás a tiempo de dar media vuelta. He visto tortugas más rápidas. Y sin darme cuenta, llegué a su lado, lo que provocó que alzara la vista y posara sus grises ojos en los míos. Viéndolo allí sentado, delante de la vieja y deshabitada casa, sólo podía querer preguntarle si le gustaría vivir en mi casa. Pero fue algo distinto lo que escapó de mis labios:
-Hola- valiente idiota estoy hecha.
-Hola- respondió él en un susurro, como si le doliera hablar. Sus labios eran carnosos y estaban amoratados.
-¿Cómo te llamas?-acerté a preguntar al fin.
-No lo sé- contestó encogiéndose de hombros- No me acuerdo. Nunca me ha hecho falta.
-Yo soy Jenna.
Para mi sorpresa, él sonrió un poco. Apenas un resquicio de felicidad, una grieta en su armadura de sufrimiento.
-Lo sé- dijo. Luego volvió a su seriedad y se levantó, dejándome demasiado bajita a su lado. Pasó por mi lado- Feliz Navidad- susurró antes de marcharse hacia las sombras de los edificios.
Ése es el misterioso chico de la calle Felt. Mi calle. Y su calle. Me pregunté dónde iría. Yo tenía una casa a la que volver. Pero él no. Tal vez ésta calle fuera nuestra vivienda, y nos deparase más de un encuentro. Pero ahora sólo podía desearle una Feliz Navidad, y espero que la tenga.
Y ahora me sentía igual. Evitando disfrutar de la Navidad ante su tristeza, con ganas de acercarme y abrazarle.
Salí de mi casa y con paso vacilante me acerqué. Vamos, Jenna. Aún estás a tiempo de dar media vuelta. He visto tortugas más rápidas. Y sin darme cuenta, llegué a su lado, lo que provocó que alzara la vista y posara sus grises ojos en los míos. Viéndolo allí sentado, delante de la vieja y deshabitada casa, sólo podía querer preguntarle si le gustaría vivir en mi casa. Pero fue algo distinto lo que escapó de mis labios:
-Hola- valiente idiota estoy hecha.
-Hola- respondió él en un susurro, como si le doliera hablar. Sus labios eran carnosos y estaban amoratados.
-¿Cómo te llamas?-acerté a preguntar al fin.
-No lo sé- contestó encogiéndose de hombros- No me acuerdo. Nunca me ha hecho falta.
-Yo soy Jenna.
Para mi sorpresa, él sonrió un poco. Apenas un resquicio de felicidad, una grieta en su armadura de sufrimiento.
-Lo sé- dijo. Luego volvió a su seriedad y se levantó, dejándome demasiado bajita a su lado. Pasó por mi lado- Feliz Navidad- susurró antes de marcharse hacia las sombras de los edificios.
Ése es el misterioso chico de la calle Felt. Mi calle. Y su calle. Me pregunté dónde iría. Yo tenía una casa a la que volver. Pero él no. Tal vez ésta calle fuera nuestra vivienda, y nos deparase más de un encuentro. Pero ahora sólo podía desearle una Feliz Navidad, y espero que la tenga.
Otra fría Navidad.
Desde mi refugio veo la nieve caer. Incensante y serena, fría y a la vez arde al tacto. Es Navidad. Tengo entendido que se celebra el nacimiento de alguien, del que no recuerdo su nombre y creo que aparecía en la Biblia, pero aún así, yo sólo veo consumismo. Gente de un lado a otro, empujándose y abriéndose paso a empujones. Acelerados, sudorosas y sonrojadas personas bajo su abrigo. Compras de última hora. Un hombre con traje rojo y barba blanca agita feliz una campanilla, deseando feliz Navidad a los transeúntes. Un niño de unos seis años, colgando de la mano de su madre grita entusiasmado y exclama con voz chillona: "Papá Noel, mira mami, es él" y se acerca agitando un sobre. Así que Papá Noel. Me conformo con saber su nombre, aunque no sé quién es. A lo mejor es el que cumple años hoy. Es tiempo de estar con la familia y ojalá yo pudiera. Pero, para mí, no hay familia. No hay regalos, ni comida, ni cama. Sólo un trozo de cartón y una fría acera. Además de las vistas y mi propia presencia. En fin, tendré que buscar algo de comer. Aprovecharé que hay mucha gente. A lo mejor el espíritu navideño reblandece esos corazones tan contaminados de odio. Otra fría Navidad solo. Aunque ya no me molesta estarlo. He aprendido a convivir conmigo, pues antes me odiaba, pero tenía que sobrevivir, pero no podía si no me soportaba. Mientras camino, observo el paisaje. Ya es de noche, apenas queda gente e imagino a personas alrededor de la mesa, con abundante comida y una sonrisa de complicidad en todos y cada uno de sus rostros. Así debe estar mi familia. Mi madre estará preparando comida a raudales. Mi padre y mi tío, discutiendo sobre fútbol. Mi tía, mi hermana y mi prima estarían comentando el último grito en moda, mientras vigilan que mis primos más pequeños no se hagan daño al jugar. Y por supuesto, mis abuelos, que siempre me habían acogido entre sus brazos. Pero supongo que ésto me lo busqué yo. Elegí marcharme y nunca encontré mi hogar deseado. Aposté todo y me quedé sin nada. Perdí el juego y me retiré de la partida. Una vez más no puedo evitar volver a esa casa y mirar de puntillas por la ventana, para ver la misma escena, pero sin mí.
Y todo lo que puedo desear no es comida, ni cama, ni un techo, sino la felicidad de todos ellos. Y también, algo para mí mismo, aunque sólo sea para fingir que soy bienvenido. Feliz Navidad. Aunque ni siquiera sepa su significado.
Y todo lo que puedo desear no es comida, ni cama, ni un techo, sino la felicidad de todos ellos. Y también, algo para mí mismo, aunque sólo sea para fingir que soy bienvenido. Feliz Navidad. Aunque ni siquiera sepa su significado.
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